Y después de todo aquel tiempo aguantando las burlas y las protestas de sus compañeras de corral, esa tarde por fin, al levantarse de la cesta, lo encontró erguido sobre el pasto del ponedero. Lo contempló unos instantes, y alzó su largo cuello orgullosa mientras las demás cacareaban desde sus nidales de asombro e incredulidad. Era más que blanco, acrisolado. Su forma, perfectamente ovalada, e incluso más grande que los de las otras. Y fue así que, desde entonces, ninguna gallina del mundo volvió a decir jamás que las jirafas no pueden poner huevos.